Todo lo que el cielo permite

All That Heaven Allows

Douglas Sirk, Estados Unidos, 1955, Ciné Sorbonne

Comentario

Carey (Jane Wyman) acaba de salir de su viudez. Aceptó la invitación de Ron (Rock Hudson), su jardinero, para visitar su vivero. Lejos de los pabellones donde lleva una existencia monótona, descubre un cuadro singular y paradisíaco. Los colores otoñales dotan a la escena de una profunda melancolía y la presencia de la naturaleza, con el sonido del arroyo, forma un escenario típicamente romántico. Es un lugar consagrado a las emociones, fuera del tiempo social: el tiempo lento de la naturaleza (los retoños de los abetos) se opone al de los hombres. Hay que reaprender la paciencia y la humildad. Es el sentido del sobrecogedor plano de conjunto que ve a los protagonistas acercarse al molino: se podría haberlos dejado alejarse en la panorámica precedente, pero ese plano los vuelve a poner explícitamente en un universo más grande que ellos, ante el cual deben aceptar que no tienen que tener prisa. La entrada en el molino juega con los clichés, con una puerta que chirría bajo los vibratos de las cuerdas y telas de araña en primer plano. Pero Ron las aparta tranquilamente y la flauta retoma rápidamente la delantera. Este aspecto engañoso de las cosas refleja la visión de Carey. En ese santuario de la infancia (los recuerdos de Ron, la rueda del abuelo), ella se comporta como una turista, curiosa como una burguesa que mantiene sus a prioris incluso en terreno desconocido, con las manos en los bolsillos de su amplio tapado.

Ella trepa por las escaleras sin molestarse y sin comprender que Ron se ha puesto en guardia: no es sólo al polvo al que hay que prestar atención, sino a la dimensión íntima y secreta del lugar. Si Ron no ha subido al piso superior desde la infancia, es porque tiene sus motivos, es un tiempo pasado que no se visita. La caída de Carey es su castigo, como si se hubiera topado con una puerta invisible. Progresivamente, los planos cercanos impiden a Carey dar vueltas en todos los sentidos, contrariamente a los planos generales, donde ella arrastraba a la cámara. Carey toma consciencia de su comportamiento inapropiado y superficial. La magia del lugar ha actuado y ella declara por fin que todo eso no es asunto suyo. Aceptar no tener dominio sobre ese lugar, es decir sobre el otro, abre la posibilidad de una historia de amor, por lo menos de un beso. Y el lugar volverá más adelante, arreglado por Ron para los dos, con un fuego de chimenea y la tetera reparada.